Aquel día de febrero la señorita de la taquilla en el aeropuerto me miró con cara de consentimiento infinito. Sin poder controlarme y dejar de llorar le dejé aquellos 30 dólares que me pedía. Tal vez creía que lloraba porque tenía que gastar mis últimos billetes (ya que sí eran últimos) o porque alguien me robó o no sé qué historias.
Me tranquilicé en el avión, no quería molestar a mi anónimo compañero de viaje emocionado por su primer vuelo al otro lado del charco. Me cubrí con la manta que me dieron en el avión y me dormí. Al cabo de 12 horas pisé ya la fria y rocosa tierra madrileña.
Pero antes de dejarnos entrar en el aeropuerto, nos hicieron formar dos colas mientras dos aduaneros vestidos de un verde botella revisaban minuciosamente los papeles y hacían preguntas extrañas. Cuando me tocó a mí, saqué el pasaporte y escuché un Hola, pasa… ni siquiera lo abrieron, dejándome pasar como a una privilegiada. Asi que me fui directo a recoger mi maleta de la cinta.
27.6.08
ay, amor que se fue por el aire
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3 comentarios:
suerte!
:)!!*
caray!!! asi no mas, tu si tienes suerte
bso
suertuda
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